viernes, 2 de septiembre de 2016

Tarde o temprano estaremos juntos.

Lo bueno de vivir en la CDMX es que, cualquier evento por más pequeño que sea, para los ojos de un Culichi se convierte en un mitotón. Llorón el niño y le mecen la cuna. Así que cuando Claudia nos invitó al homenaje de Juanga en la Plaza Garibaldi, contesté con un - ¡cómo chingados no! - como debió haber contestado Rosita Alvírez cuando la sacaron a bailar.
Llegamos directamente al estacionamiento de la Plaza y al subir a la explanada se veían y escuchaban los mariachis en distintos lugares, rodeados de personas coreando al mismo tiempo diferentes canciones de Juan Gabriel. Pintaba bien el asunto, parecía el mismo escenario que conocemos en Culiacán cuando jalamos la banda en la feria ganadera, pero en este caso con mariachi y sin caminar tanto.
La Plaza te recibe en un tono de alerta y alegría. Es imposible dejar de ver el contraste entre los personajes principales que le dan vida a Garibaldi: mariachis, jarochos, norteños, tríos, gringos, mexicanos, empresarios, policías, vendedores ambulantes y teporochos abundando por todos lados.
En tono de enseñanza maternal, hacia los que todavía se nos nota que no somos chilangos, Claudia nos advierte la primera regla del protocolo de la Plaza. Nos dijo - aquí no se vale decir no, nunca digan no, te chingan a la vuelta de la esquina si dices no-. Tal como si se hubieran puesto de acuerdo, el primer borrachín se nos acerca a pedirnos una moneda y con maestría en artes urbanas, Claudia saca un cigarro y le dice sin titubear al teporochito -¿te ofrezco un cigarro hermano, lo quieres?-  y al mismo tiempo con la otra mano, el encendedor ya prendido. Al borrachín no le quedó más remedio que aceptarlo y hacer casita para que no se le apagara la llama. Claudia le encendió el cigarro y antes de que él pudiera decirnos algo, ella volvió a tomar el control y lo despidió con un- ¡que Dios te bendiga hermano! - dejándole claro al borrachín que esa noche con nosotros no habría monedas y que buscara en paz otro grupo al cual mendigar.  Observe anonadado alejarse al borrachín contento con su cigarro.
Caminamos hacia el fondo por la calle de República de Honduras, pasaje resguardado por las estatuas de los máximos exponentes del género, donde no pude dejar de sentir orgullo al ver a dos grandes sinaloenses: Pedro Infante y Lola Beltrán. Un poco más adelante, justo a la mitad del camino, llena de coronas, de gente, de cantos, de cervezas y de mariachi, emergía la estatua de la Juanga, con su traje de mariachi, llena de besos, manchada de lápiz labial y cera de veladoras. Oliendo a funeral, a muerte festiva. Una mezcla que confundía al extranjero presente, una situación que sólo el mexicano entiende, una clara exposición del pacto único que tenemos entre la muerte y la fiesta.
La gente cantaba y se abrazaba, tomaba y gritaba. Juan Gabriel a través de su estatua parecía decirnos -acuérdense que yo nunca me rajé, así que síganle bebiendo y cantando, que para eso les dejé más de 1,300 canciones-.  Cantábamos en coro "Amor eterno", " La diferencia", "Si quieres", "El Noa Noa" y muchas más. Una y otra vez, de un lado a otro de la plaza los mariachis cantaban y la gente les arrebataba las canciones que se perdían en el cielo, expresando un ‘gracias’, ‘gracias Juanga por existir, gracias Juanga por la fiesta, gracias Juanga por tus canciones y conciertos, gracias Juanga por restregar la diversidad al macho mexicano’.
¿Y cómo perderse de algo así? después de un par de cervezas, ya estábamos enfrente de la estatua prendiendo veladoras y compartiendo la cerveza con quién sabe quien, abrazados como hermanos y tomándonos fotos entre canción y canción. Como buen sinaloense, distinguido por el tono y volumen de mi voz, tome de inmediato la batuta del escenario, dirigiendo las porras y los coros, con el afán de hacer del presente lo mejor que nos estuviera pasando.
Esa noche, a los pies de su estatua celebramos llorando y cantando su partida. En una sola voz ricos y pobres, viejos y chicos, imitadores de Juan Gabriel, travestis, borrachos, turistas, chilangos y provincianos nos hermanamos. Al fin y al cabo, como también lo que dijo Lennon: tarde o temprano estaremos juntos para seguir amándonos.